La “pena de banquillo”


por Anónimo García


Estar involucrado en un proceso penal nunca es plato de buen gusto. Si el caso es mediático el plato es más amargo, y si la parte contraria cuenta con el favor incondicional del público, más aún. El resultado del juicio no es la sentencia final o entrar o no a la cárcel, sino lo que ocurre por el camino. Daré unas pinceladas de ello sin ánimo de entrar en detalles.

Durante el procesamiento he descubierto lo que en el mundo jurídico se conoce como pena de banquillo: enfrentarse a la incertidumbre de una demanda criminal. La pena de banquillo es la tensión de tener juicios y sentencias pendientes durante años, la estigmatización social, el desconcierto ante la ficción de la performance judicial, la presión económica, la preocupación de tus seres queridos y la incapacidad de darles seguridad, la impotencia de leer acusaciones falsas y condenas arbitrarias y no poder responder.

La primera presión es económica. Los costes del proceso judicial van incrementándose exponencialmente a cada paso, llegando a su apogeo en el Tribunal Supremo, tras el que hay que empezar a pagar la indemnización y las costas. En nuestro caso suman 27.274 euros, sobre los que hay que tomar la decisión de seguir recurriendo o no, lo que suponía casi 10.000 euros más. Una elección complicada que tiene en contra la sensación de derrota y frustración, las nulas previsiones de éxito, no recuperar el dinero aunque resultásemos absueltxs y el deseo de finalizar un proceso sangrante. Ello muestra que la justicia no es para todxs, y que que el Tribunal Constitucional pueda pronunciarse sobre sentencias contrarias a los derechos fundamentales depende de algo tan frágil como que la persona implicada quiera y pueda seguir recurriendo.

Tras unos cuantos días de angustia decidimos hacerlo. Era una inversión no ya para mí ni para Homo Velamine, sino para que el Tour siga haciendo lo que hasta ahora ha hecho tan bien: enfrentar razón y ultrarrazón.

Por otra parte, en nuestro caso la pena de banquillo viene multiplicada por la exposición mediática. He conocido cada avance del proceso judicial por la prensa, que era alertada por la abogada acusadora o el CGPJ. El tratamiento equívoco por parte de los medios ha conducido a la ciudadanía a juicios erróneos y mensajes de odio en redes sociales. Pero el comentario de alguien a quien no conoces no es lo hiriente, sino cuando este viene de personas cercanas. Fuera del círculo más íntimo la relación se vuelve complicada: familiares a los que ves poco, gente en tu trabajo con la que no coincides tanto, personas conocidas aquí y allí que pueden sacar conclusiones precipitadas basadas en la desinformación vertida por la acusación, la prensa y los tribunales. Y lo más terrible: leer en redes sociales a personas queridas que se alegran de la condena.

Las consecuencias profesionales también están siendo complicadas. La ONG para la que trabajaba desde hacía ocho años me abrió un expediente tras la sentencia de diciembre de 2019 y me despidió tras la de junio de 2020. Fueron dos golpes más duros aún que la propias condenas por venir de personas con las que he participado en numerosas acciones de protesta, que de pronto daban crédito a escritos que me retrataban de una forma totalmente ajena a mí. Esa visión solo la compartían dos o tres directorxs, envenenadxs por una persona que aspiraba a serlo, cosa que consiguió después de que el despido sacudiera al equipo directivo. Una decisión equivocada, más siendo una organización centrada en construir contrapoder, y que mancha el excelente trabajo que la organización sigue haciendo y la honestidad del resto de personas que trabajan en ella.

No tuve disposición de buscar trabajo hasta muchos meses después de la sentencia del Tribunal Supremo. La condena es como un cáncer que envenena todos los aspectos de la vida. Mina el ánimo de forma que durante años solo pude canalizar mi energía en desembrollar el caso. Es decir, enfrentarme como individuo a un poder mediático que que seduce a los elementos contestatarios con una víctima y la complicidad del poder judicial.

También Homo Velamine ha recibido el veto de varias organizaciones y festivales en los que solemos participar. La exclusión social es, sin duda, la condena más despiadada, y así es como la maquinaria mediática gana la batalla en los espacios contraculturales, donde deberían caber las propuestas más arriesgadas.

Pero también he recibido el apoyo de muchísima gente, conocida o no. Más de 500 personas han participado en los crowdfundings que hemos abierto para costear el proceso judicial, y el día de la primera sentencia mi teléfono se llenó de mensajes de ánimo y de gente ofreciéndome sus cuidados y su apoyo. En un plano emocional recompuso el golpe inicial; en un plano intelectual me reconfortó tener alrededor ese nutrido grupo de personas que no construyen su opinión a partir de titulares sensacionalistas y proclamas de Twitter.

Gracias a todas ellas seguimos aquí.