«La penalidad es un texto cultural —o quizá mejor, una representación cultural—, que se comunica con una variedad de públicos sociales y transmite una extensa serie de significados»
David Garland (1999: 294).
por Joe Lojerhuld
La penalidad, dice Garland, es mucho más que la prohibición de determinados actos o la declaración de que alguien es responsable de algo. Es más que derecho, leyes, juicios y abogados litigiosos. La penalidad es también texto cultural, el cual comunica al público cómo deseamos relacionarnos unos con otras, qué vamos a tolerar y qué no, cómo interpretar lo que hacemos y decimos, y qué rol vamos a otorgarle al poder, a las emociones, al humor, a la ironía, la desobediencia y tantas otras cuestiones tangenciales que aparecen aquí en oleada. En ese sentido El Caso del Tour de La Manada —en adelante, El Caso—, y su posterior sentencia condenatoria, es mucho más que la declaración jurídica de que Anónimo García es culpable y que ha de cumplir una pena por ello; es, simultáneamente, una declaración de qué papel le otorgamos a la crítica social en una sociedad en la que «el espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible» (Debord, 2015: 41); de qué espacio otorgamos al arte, la ironía y la performatividad en un contexto en el que las guerras culturales y su apego a la literalidad lo están simplificando todo; de cómo resolvemos el eterno conflicto entre el derecho al libre decir y la expectativa de no ser ofendido; y, en fin, de qué papel van a jugar las intenciones y los sentimientos a la hora de decidir meter a alguien entre rejas. Tendemos a comprender los juicios penales como lo primero, y a olvidarnos de lo segundo; pensamos que las sentencias sólo dicen qué pasa con un acusado (ese «otro»), pero hablan también de qué va a pasar con todos nosotros.
Como todo texto cultural, y la sentencia lo es, no se puede comprender sin un contexto. Dicho de otro modo, una sentencia así, asumida con absoluta normalidad por medios, políticos y comentaristas a izquierda y derecha, aclamada por buena parte del público, es decir, en sintonía con el zeitgeist, sería difícil de recolocar en otro tiempo y en otro clima. Algo ha pasado que hace de esto un producto cultural asumible1álisis de la cuestión, sensible también a los aspectos culturales que aquí se discuren: Correcher Mira, «La banalización del discurso de codio: una expansión de los colectivos ¿vulnerables?«, InDret 2/2021, pp. 86-149..
Contexto, o la explosividad de una mezcla
1. Hiper-judicialización
Una de las cosas que han pasado es la tendencia a la hiper-judicialización, esto es: a que todos los conflictos, mayores y menores, parezcan abocados a ser resueltos por el sistema judicial estatal, sin que sean imaginables otras alternativas. Esto se debe básicamente a que en nuestro esquema moderno el Estado es como una especie de dios en la tierra, y en ese sentido tiene una tendencia intrínseca claramente expansiva, que nosotros alimentamos pidiéndole, exigiéndole, que nos proteja de todo aquello que nos pueda dañar. Esto es problemático por muchos motivos, especialmente cuando, como sucede en El Caso, la parte del Leviatán que se activa es su brazo penal, el arma más lesiva de que dispone (amenaza con cárcel) y la que tiene el mayor efecto comunicativo (amenaza con un estigma, el de condenado, que produce efectos mucho antes, e incluso independientemente, de que la persona en cuestión sea declarada culpable).
Idealmente, la penalidad debería reservarse para los casos más graves e indubitados de daño social —los penalistas lo llamamos principio de última ratio—. Sólo aquello que no puede resolverse por otras vías, dice la teoría, puede introducirse en la justicia penal. Esa premisa es hoy papel mojado, algo que contamos con ingenuidad a los estudiantes en las facultades de derecho. Desaparecidas otras instancias de protección —la pequeña comunidad, el vecindario, el barrio, el gremio, etc.—, sólo nos sentimos protegidos y reconocidas cuando el Estado declara nuestros intereses como dignos de respeto, y responsabiliza a alguien por haberlos dañado. Honneth (2014) explica las consecuencias de esta patológica sobrejudicialización con el ejemplo de la película Kramer contra Kramer, hoy replicada por Historia de un matrimonio. Ambas películas cuentan qué sucede cuando dos personas deciden resolver un conflicto (sea un divorcio, sea una ofensa) por la vía judicial. Una vez el derecho, los abogados, el proceso y el lenguaje jurídico entran en escena, los participantes «aprenden a observar sus propias intenciones y la de sus contrapartes según su utilidad jurídica»2Y continúa: «La facultad de distinguir entre primer plano estratégico y trasfondo del mundo de la vida de la contraparte en la interacción se pierde, y solo queda la persona como suma de sus atribuciones jurídicas».. La intención y las pretensiones del otro dejan de percibirse como algo que hay que descubrir, para percibirse como algo que debe construirse según los propios intereses estratégicos; el otro deja de percibirse como alguien con quien ponerse de acuerdo, y pasa a observarse como alguien a quien vencer en sala. Cuanto más caricaturizado y monstruoso haga parecer al otro en los escritos, tanto mejor para mi causa.
Es el caso de El Caso. La intención del falso tour —según entiendo— era hacer una crítica al modo en que los medios de comunicación se aproximan a hechos como los de La Manada: convirtiendo en clics, y por tanto en dinero, el potencial emocional y espectacular del crimen, recreando las rutas, analizando los detalles, exponiendo las caras de los acusados, su pasado, entrevistando a familiares y un largo etcétera de clicsc. En la tradición de la culture jamming, el falso tour trata de pinchar la hiper-realidad mediática que consumimos masivamente por medio de una réplica extrema y satírica de esa misma hiper-realidad, mediante la cual el espectador, asombrado, puede tomar distancia de sus representaciones culturales y obtener una visión desacoplada de ellas. Puede empezar a ver de otro modo las cosas, también la propia realidad (mediática) que se interpone entre él y el mundo. La realidad mediáticamente construida es tan extrema en sus manifestaciones dramáticas, que sólo una acción más radical todavía es capaz de despertal al espectador de su letargo.
La reducción al absurdo de la acusación, la sentencia y los medios confirma, paradójicamente, la propia hipótesis de la que partía el colectivo con el falso tour.
Habrá quienes interpreten esa pretensión como presuntuosa, o como un ejercicio elitista o inmoral, pero ese riesgo es el precio que necesariamente debe pagarse por hacer algo así: no se puede ser complaciente y hacer crítica situacionista al mismo tiempo. En un contexto otro, no hiper-judicializado, esto hubiera producido una discusión y una serie de guerrillas comunicativas, se hubieran producido legítimas críticas al aspecto moral (no jurídico) de la acción (que yo mismo me planteo), la denunciante podría haber recibido una explicación o incluso una indemnización si se considera que existe (a lo sumo) un daño privado/civil (no público/penal) a reparar, y el público hubiera debido decidir por sí mismo si el falso tour ha servido de algo para repensar el rol social de las telenoticias y las redes o si tiene que ser descartado. Un mundo así no se parecería al que imagina el abogado de los Simpson cuando piensa en un mundo sin gente como él, desde luego, pero al menos nos liberaría de la dosis de judicialización excesiva en la que actualmente vivimos.
En el contexto de hiper-judicialización actual todas esas posibilidades se esfuman. Una vez el falso tour pasa por el filtro del proceso penal, poco importa la intención de los acusados, que su acción se inscriba en una tradición crítica que se remonta como mínimo a Orson Welles y su emisión radiofónica de la falsa invasión extraterrestre; poco importa que en la web no haya referencia vejatoria o denigratoria alguna para la denunciante, o que los miembros de La Manada aparezcan caricaturizados («cinco varones con peinados a la última moda»); poco importan las acciones pasadas del colectivo, las cuales lo colocan lejos de la caricatura que la acusación hace de ellos. La realidad da igual, pues los procesos judiciales son marcos autorreferenciales, sólo filtran el segmento de realidad que permite la reproducción de los intereses juridificables según ese mismo marco, el cual tiene una estructura binaria (acusación vs. defensa), actores especializados, y en el que las explicaciones complejas son a menudo fáciles de desechar (por ej., la intervención de la abogada en juicio: «El acusado incluso da un mail, hola@nulltourlamanada.com, con el que los visitantes se pueden poner en contacto con él. Luego dice que les envió nosequé correo que no hemos visto, diciendo no sabemos qué. ¿Quién se cree esto?»; pues dicho así, nadie). Recortada la ironía, la crítica a los medios, caricaturizado el colectivo, caray, obviada hasta la inexistencia del propio tour, ¿qué es lo que queda? Muy sencillo: una realidad paralela, donde unos desalmados «comercializan con el sufrimiento de la víctima», «banalizan la violencia machista» y «enaltecen a cinco agresores sexuales alabando sus peinados». Lo que queda es, en fin, la versión que los medios de comunicación han ido contando, en consonancia con los escritos de acusación, esto es, posicionándose de facto a favor de una de las partes procesales estratégicamente aliñadas.
El problema es que esta reducción al absurdo —la cual confirma, paradójicamente, la propia hipótesis de la que partía el colectivo con el falso tour— no sólo se ha instalado como «lo real» en los medios y por tanto entre el público, también ha sido la realidad escogida por la propia sentencia. Esta es la interpretación que la jueza hace de la página web:
«La simple lectura de la página lleva a la clara conclusión de que el delito del que fue víctima se convirtió por parte del autor ahora acusado en un “jolgorio”, en una ironía, lo que constituyó un sufrimiento adicional importantísimo para una víctima, en un caso especialmente expuesto por los medios de comunicación, en lo que sin pudor en sala incidió el acusado. No se trata, como pretendió el letrado de la defensa, de buscar en la web expresiones concretas de carácter vejatorio, o referencias individualizadas a la víctima; se trata de una página web en su conjunto, que recoge como tour turístico (no informativo), lo que fue un drama personal para la víctima. La víctima vio expuesto su sufrimiento, minimizado, banalizado y utilizado, en aras de una presunta crítica, en un claro desprecio a su dignidad. Resulta manifiestamente llamativa la afirmación en sala del acusado relativa a que la elaboración de la página fue meditada, y que en ese contexto llegó a pensar que podía ser objeto de algún tipo de demanda por parte de los condenados por el delito de agresión sexual, cuya fotografía sonriente se recogía en la página web, que además halagaba su aspecto, tanto en los peinados “a la moda” como en los tatuajes y en las camisetas de San Fermín que llevaban, camisetas que ciertamente se siguen vendiendo en las tiendas turísticas, como indicó la defensa, pero debo señalar que sin mención alguna ni referencia de ningún tipo a los terribles hechos cometidos la noche del 7 de julio de 2016 por quienes las portaban» (Fund. Jur. 1).
Una de las características de los relatos mediáticos es que no pueden dejar espacio para la duda. «Se ha de evitar la complejidad, los matices no son necesarios», decía un editor ejecutivo estadounidense sobre cómo debía ser un noticiario (citado en Postman, 1991: 109). Así es también el relato de la jueza: la «simple lectura» lleva a una «clara conclusión», no hace falta rastrear las afirmaciones individualizadas, basta con ver la «web en su conjunto»; al acusado se le presenta como alguien «sin pudor», a la vez como alguien con simpatías hacia los agresores («además halagaba su aspecto»), sin necesidad de profundizar y contextualizar las actuaciones del colectivo.
La sentencia, decíamos al principio, es un texto cultural que comunica cosas. Pues bien, la primera cosa que comunica es que existe un efecto de retroalimentación entre los marcos que los medios, la acusación y el sistema judicial utilizan para comprender El Caso. Los medios construyen un marco (frame) para el falso tour, en el que este se toma en su estricta literalidad, esto es, como si fuera verdadero, de modo que la acción es interpretada en los términos ya descritos de vejación y banalización de la violencia machista. Se consolida ese relato, y al sintonizar con guerras culturales el relato mismo corre entre el público digital como la pólvora, alimentando sesgos de confirmación de unos y otros. La acusación, en este caso la abogada, alimenta ese relato —porque es el que conviene a sus intereses estratégicos—, consolidando así la visión acerca de los hechos dominante en los programas matinales a los que precisamente se dirigía la crítica. Va conformándose así otro marco en el que por un lado están la víctima y los medios serios, y por otro los acusados, esos «supuestos críticos», y los tipos monstruosos cuyo peinado alaban. Cuando la cosa llega al sistema penal y a la jueza, el marco ya está perfectamente construido, y llega por dos vías: tanto por la vía de los propios medios —el aire que respiramos, todos, también la jueza—, como por la vía de la acusación, cuyas descripciones de El Caso coinciden, ya que han sido pertrechadas al unísono.
El sistema judicial, creyendo combatir la instrumentalización que los acusados habrían hecho de la denunciante, ha acabado siendo él mismo instrumentalizado por los destinatarios de la crítica.
El círculo se cierra en tanto el propio proceso determina esa versión como la verdadera, lo que ocurre de modo natural. Decía Foucault (2010) que la justicia penal no solo produce justicia, sino que «hace funcionar también la producción de la verdad». ¿De qué modo? Mediante un proceso probatorio. ¿Cómo ha funcionado en este caso? Pues como advierte Foucault: «La prueba no sirve para nombrar o determinar quién es el que dice la verdad, sino para establecer quién es el más fuerte, y al mismo tiempo quién tiene la razón». Aquí es donde la sobre-judicialización, al menos en esta versión, destruye definitivamente el tipo de debate que sería deseable en una sociedad abierta. La sentencia impone la versión mediática —la más fuerte—, no ya como texto cultural —interpretable, discutible, matizable— sino como verdad. Para muestra, un botón:
El periodista que comparte el resumen de la sentencia, perteneciente a una cadena en la que se había mostrado repetidamente la «ruta», zanja una discusión sobre lo real y su interpretación con la apelación a la sentencia: «Lo que me he leído es la sentencia». Chao, círculo cerrado. El sistema jurídico, atrapado en la tela de araña narrativa que ha construido el tándem medios-acusación, acaba juridificando esa narración. La sentencia funciona, por ello, como una ritualización de la paradoja según la cual «lo que me he leído es la sentencia», significaría aquí en realidad «lo que me he leído es la sentencia que replica la versión que nosotros (los medios) construimos». El sistema judicial, creyendo combatir la instrumentalización que los acusados habrían hecho de la denunciante, ha acabado siendo él mismo instrumentalizado por los destinatarios de la crítica, confirmando que sólo ellos —los medios serios, informativos (!)— pueden acercarse al topos de la víctima. ¿Cómo vamos a vivir, le preguntamos a la sentencia? Apegados a la versión de los medios, responde.
2. Cuando hay una víctima en una guerra cultural
El contexto en el que esta sentencia aparece como un producto cultural asumible es uno de sobre-judicialización, pero también uno donde el imaginario de la víctima —el «héroe de nuestro tiempo», según ha escrito Giglioli (2017)— funciona como un potente símbolo, como un marco en sí mismo. Más aún en una sociedad moralmente fragmentada, que parece buscar su cohesión moral en torno a la identificación y sacralización de las víctimas (Boutellier, 2004). La presencia de una víctima en El Caso lo cambia todo: no se trata, además, de una víctima cualquiera, sino de una especialmente representativa en la lucha contra la lacra de la violencia machista, que además ha sufrido innumerables procesos de re-victimización en las redes sociales, convirtiéndose en una especie de chivo expiatorio de quienes reciben con malestar que las mujeres se estén levantando multitudinariamente contra las agresiones, y funcionando a la vez como mártir de ese levantamiento. Este es, creo, el meollo del caso, y la razón por la que mucha gente no comparte el modo en que se ha llevado a término la crítica. La idea de fondo es la de estamos ante algo «delicado», una especie de tabú, perfectamente comprensible desde el punto de vista del sufrimiento individual, y a la vez intrigante desde el punto de vista sociológico. El Caso y la sentencia no se comprenden, por tanto, sin atender a eso tan delicado. Tampoco se comprende, sin esa referencia, que la misma gente que inundó las redes de FreeValtonic o de mensajes de apoyo a César Strawberry y Pablo Hasél guardase un estricto silencio cuando la restricción de la libertad de expresión se produce en un contexto en el que la víctima es su víctima, y no la de los demás. Como decía Girard (1986), cada uno carga sobre sí un «inconsciente persecutorio» propio, y «la prueba de su existencia está en que hasta las personas más hábiles actualmente en descubrir los chivos expiatorios de los demás, jamás descubren los propios». El Caso ha caído, en fin, en un contexto de guerra cultural, y en ella cada grupo social piensa que sólo sus enemigos son enemigos legítimos, y que sólo sus víctimas son víctimas legítimas. Las víctimas en torno a las cuales buscamos hoy cohesión no son, como en las sociedades tribales, símbolos de la totalidad social, sino que cada grupo tiene las suyas.
Pero vayamos al caso. Una vez la Fiscalía retiró la acusación por considerar que la conducta no era delictiva —lo que ya de por sí es indicativo—, El Caso tenía pocas posibilidades de acabar como acabó. ¿Cómo se explica, entonces, la condena? Creo que la explicación es que lo que la Fiscalía quitó, lo puso el hecho de que la única acusación que quedaba ya era víctima (de otro delito) antes de que tuviese que decidirse si el falso tour también lo era. En la sentencia ese peso se observa con claridad, en tanto la parte acusadora aparece identificada como víctima indistintamente del delito sexual por el que fue condenada La Manada, y del falso tour (la palabra «víctima» aparece 37 veces en 14 páginas). En cierto sentido, si El Caso ha acabado así sería porque en el imaginario colectivo —también en el de la jueza— el falso tour se habría visto como una extensión del «caso de La Manada», reduciéndolo todo a un mundo binario, en el que o estás con la víctima o contra ella (y por lo tanto con los agresores).
Las víctimas en torno a las cuales buscamos hoy cohesión no son, como en las sociedades tribales, símbolos de la totalidad social, sino que cada grupo tiene las suyas.
La propia sentencia alienta esa lectura, especialmente en las frases en las que desliza al acusado a un terreno de «simpatía» hacia los cinco agresores (la interpretación de la frase sobre los peinados —p. 6—, cuando se sorprende de «que tuviera en cuenta las sensibilidades de los agresores», de nuevo —p. 7— cuando sostiene que «admitió haber valorado el daño al hotel y nada menos que a los agresores, a quienes, atendiendo a su propia declaración, llegó a tener más en cuenta que a la víctima»; o cuando recoge el parecer de la directora gerente del Instituto Navarro para la Igualdad —p. 7—, según la cual estaban «promoviendo en su opinión tácitamente la violencia contra las mujeres»). El Caso ha sido leído, por tanto, como un apéndice del caso de La Manada y de todo el cúmulo de violencias machistas en redes —también mencionadas en la sentencia— que le siguieron: en otras palabras, la víctima a un lado, y al otro un totum revolutum en el que Homo Velamine aparece confundido con Forocoches y con los propios agresores. Ese es otro marco, otra guerra us vs. them, difícil de destruir, a pesar de su inverosimilitud. El propio acusado lo intentó, al decir en su palabra final que «la víctima y nosotras estamos en el mismo barco». Pero la propia jueza se encargó de mediar en esa guerra cultural, en una curiosa frase que merece la pena reproducir:
«Todo ello pone de manifiesto que, acreditados los hechos por los que se mantenía acusación, y la gravedad de los mismos, nos encontramos ante un delito contra la integridad moral, resultando incalificable en este contexto que el acusado en su última palabra llegara a afirmar que “Esto es una broma, ha picado hasta la víctima, y su letrada”, y resultando patente que, pese a lo señalado por el acusado, la víctima y el acusado no están, ni mucho menos, “en el mismo barco”».
Esta frase no sólo es curiosa por contener en sí una mentira fácilmente demostrable, la de atribuir al acusado que «en su última palabra llegara a afirmar que “Esto es una broma, ha picado hasta la víctima, y su letrada”», cuya falsedad se comprueba con tan sólo ver el vídeo de esa última intervención, sino también porque aquí la jueza se anima a participar en esa batalla cultural y se toma la licencia de expulsar al acusado de «ese barco», fuera del cual solo hay agua, esto es, condena judicial, pero también cancelaciones de actos, estigma y juicios paralelos.
Texto, o todo lo que la sentencia no hace
El texto de la sentencia es un texto cultural alineado con el zeitgeist —ya saben, hiper-judicialización, guerra cultural, literalidad, etc.—, y eso hace que haya sido recibida con absoluta normalidad, incluso entre los apologetas de la libertad de expresión (de la suya, se entiende). Como texto jurídico es, además, cuestionable. Y ahora no tanto por la parte de la realidad que toma como verdadera, sino por la parte que obvia como irrelevante. Para explicar qué es lo jurídicamente relevante que la sentencia obvia nada mejor que tomar un caso relativamente paralelo, el cual ha tenido un recorrido diferente (habría que añadir: esperanzador), que es el caso de César Strawberry: este fue absuelto en la Audiencia Nacional, luego condenado en el Tribunal Supremo con argumentos muy similares a los de la sentencia del falso tour, y finalmente absuelto por parte del Tribunal Constitucional, precisamente con el tipo de argumentos que la sentencia del falso tour olvida. ¿Cuáles son esos argumentos? Básicamente tres: el carácter delictivo de una expresión o un acto, diría el TC, no puede leerse sin atender a (i) su contexto, (ii) la intencionalidad que se expresa más allá de la literalidad, y (iii) sin valorar su relación con el ejercicio de la libertad de expresión. Ahí el extracto clave:
Extracto de la Sentencia del Tribunal Constitucional, de 25 de febrero de 2020, en la que se anula la condena a César Strawberry como autor de un delito de enaltecimiento del terrorismo y humillación a las víctimas.
«La posición central que tiene el derecho a la libertad de expresión como regla material de identificación del sistema democrático determina que no solo el resultado del acto comunicativo respecto de los que se puedan sentirse dañados por él, sino también los aspectos institucionales que el acto comunicativo envuelve en relación con la formación de la opinión pública libre y la libre circulación de ideas que garantiza el pluralismo democrático, deben ponderarse necesariamente para trazar el ámbito que debe reservarse al deber de tolerancia ante el ejercicio de los derechos fundamentales y, en consecuencia, los límites de la intervención penal en la materia. La resolución impugnada, al omitir cualquier argumentación sobre este particular, y rechazar expresamente la valoración de los elementos intencionales, circunstanciales y contextuales e incluso pragmático-lingüísticos que presidieron la emisión de los mensajes objeto de la acusación, se desenvuelve ciertamente en el ámbito de la interpretación que corresponde al juez penal sobre el ámbito subjetivo del tipo objeto de la acusación, pero desatiende elementos que, dadas las circunstancias, resultaban indispensables en la ponderación previa que el juez penal debe desarrollar en materia de protección de la libertad de expresión como derecho fundamental».
Esta sentencia es relevante porque pone fin a unos años de sobrecriminalización de los delitos de opinión y de absoluta confusión acerca de cuáles están protegidos por la libertad de expresión, como también a una práctica generalizada entre los tribunales, visible en El Caso, en la que los actos y las expresiones se convierten en delictivas con la sola producción de un resultado, a saber, el daño psicológico sufrido por la denunciante. Como se puede observar en el extracto de la Sentencia del TC, alineada con la Jurisprudencia Europea, en lo sucesivo los tribunales tendrán que hacer un juicio interpretativo mucho más complejo en este tipo de casos: esa realidad que el proceso filtra será, afortunadamente, menos reduccionista. También el TC emite, en fin, mensajes culturales, afortunadamente en una línea distinta, más democrática, diría.
Pero leamos primero la sentencia de El Caso. El delito por el que se condena a Anónimo García es el delito contra la integridad moral (artículo 173.1 del CP). Según el propio Tribunal Supremo, es un tipo penal muy abierto, en el que caben muchísimas conductas, y por tanto apto para alimentar la sobre-judicialización. Para reducir su alcance y poner filtros, que la conducta se integre en este tipo penal estaría condicionada al cumplimiento de tres requisitos:
a) Un acto de claro e inequívoco contenido vejatorio para el sujeto pasivo.
b) La concurrencia de un padecimiento físico o psíquico.
c) Que el comportamiento sea degradante o humillante con especial incidencia en el concepto de dignidad de la persona-víctima.
La sentencia condenatoria dedica casi todo su texto a la narración del sufrimiento de la denunciante, el cual colmaría las exigencias del apartado b). Respecto al apartado a) y el c) no debería bastar el sufrimiento mismo como resultado, pues los propios requisitos obligan a juzgar el contenido de los actos comunicativos en sí mismos considerados: es decir, saber si existe un «claro e inequívoco contenido vejatorio», y si el «comportamiento es degradante o humillante».
Pues bien, no encontrará el lector párrafo alguno en la sentencia en el que se argumente por qué la única interpretación posible o razonable es la de ver en el falso tour una vejación, lo que sería exigible en atención a determinar el «claro e inequívoco» contenido degradante; tampoco encontrará argumentos de en qué sentido el falso tour es en sí mismo una humillación de la denunciante, en qué lo distingue de los diferentes tours virtuales que han aparecido en los medios de comunicación a los que se pretendía caricaturizar; tampoco se discute en qué medida las posteriores declaraciones del colectivo (el desmentido, la crítica, etc.) permitirían cambiar la interpretación que se hace de la primera web. Nada de eso aparece: tanto el requisito a) —claridad e inequivocidad— como el c) —carácter degradante del comportamiento— quedan sepultados bajo la insistencia en el requisito b) —sufrimiento padecido—. El comportamiento es claramente humillante a la vista de los resultados, vendría a decir. Una vez más, potente mensaje cultural, subversivo si se tiene en cuenta toda la tradición del derecho penal moderno: el contenido jurídico-moral de nuestros actos no se descubre ya en el acto en sí, sino en lo que este produce en los sentimientos de los demás, produciendo una subjetivización del sentido penal.
Así las cosas, apoyándose en una interpretación muy estricta (los penalistas diríamos: cognitivista) del tipo subjetivo, la sentencia viene a decir que da igual que la «supuesta» intención o voluntad sea la crítica social, pues el acusado admitió como consecuencia necesaria que con ello dañaría a la denunciante. Lo quisiera o no, sabía necesariamente que su acción generaría ese sufrimiento. ¿Cómo lo sabía? La respuesta: «Para cualquier persona de inteligencia media resulta patente que iba a afectar a la testigo protegida».
«Cometió un atentado frontal a la dignidad humana, cosificando a una persona, mediatizándola e instrumentalizándola, olvidándose de que toda persona es un fin en sí mismo. Actuó dolosamente, en lo que se denomina un dolo de consecuencia necesaria; si es que de verdad pretendía la crítica, admitió el daño directo que necesariamente iba a causar a la víctima con su conducta, y lo asumió».
Pues bien, esta interpretación tan reduccionista del falso tour, valorado tan sólo en relación al sufrimiento producido y a una supuesta «asunción del riesgo» por parte del autor, deja fuera todo un conjunto de cuestiones relevantes, precisamente aquellas que han sido puestas de relieve por el TC en el caso Strawberry.
La primera: la intencionalidad. Una sentencia en la que esté en juego la libertad de expresión, dice el TC, no puede valorar si la conducta es delictiva sin apreciar «los elementos intencionales, circunstanciales y contextuales e incluso pragmático-lingüísticos que presidieron la emisión de los mensajes objeto de la acusación». Primer tirón de orejas a la sentencia: no puede decirse ya que «poco importa la intención crítica del autor, pues efectivamente dañó», en la medida en que la nueva jurisprudencia —que algunos tribunales menores ya venían aplicando de modo razonable— obliga a hacer un juicio sobre la intencionalidad del acto. ¿Qué quería decir claramente el autor? ¿Quería denigrar, criticar, hacer una broma, provocar…? Pues bien, en el falso tour no existía una «clara e inequívoca» intención de dañar a la denunciante: lo que existe tras una valoración general es una clara intención de hacer crítica de los medios de comunicación, y en ese contexto el daño sobre la denunciante podría a lo sumo leerse como un riesgo asumido, pero no como su inequívoca intención. Se les puede criticar por asumir ese riesgo, claro, pero no castigar penalmente por ello; son dos cosas distintas, y el sistema jurídico debe empezar a comunicar que lo son.
La segunda: el contexto. El TC hace permanente referencia a la necesidad de valorar las acciones y expresiones en su contexto, un contexto que vendría determinado tanto por el propio medio en que se expresa, como por la historia en la que se inscribe esa comunicación. Es decir, qué había antes —en este caso, qué recorrido precede al acusado, cuál suele ser el tono de sus expresiones, cómo las toma el público: ¿de modo literal, o con segundas y terceras lecturas? ¿A quién se dirigen?, etc.—, y qué había después —en este caso: ¿cuáles fueron las comunicaciones subsiguientes? ¿Hubo desmentido? ¿Cómo explicaron su intención? ¿Es creíble?—. Ese ejercicio es especialmente sencillo aquí: el colectivo que está detrás del falso tour tiene ya un amplio historial de acciones, todas ellas publicadas, comentadas y explicadas en su web, de modo que obviar todo ese contexto y esa historia a la hora de juzgar los hechos sería tanto como juzgar una novela por el título. Analizando ese contexto uno puede romper fácilmente el totum revolutum en el que el colectivo y el falso tour aparecen confundidos con las acciones y expresiones típicas de Forocoches y otros portales similares. Una de las armas más potentes del derecho es la distinción, separar lo que es diferente, tratar lo complejo como complejo, y eso es precisamente lo que pide el TC, y lo que no ocurre en la sentencia de El Caso.
La tercera: el valor institucional de la libertad de expresión. Deben ponderarse, dice el TC, «también los aspectos institucionales que el acto comunicativo envuelve en relación con la formación de la opinión pública libre y la libre circulación de ideas que garantiza el pluralismo democrático». Nada de esto existe en la sentencia, en la que no encontramos línea alguna dedicada a la libertad de expresión: no es que se discuta y se piense que aquí prevalece el derecho de la denunciante a que no se haga crítica con su caso, sino que ni siquiera aparece como algo que esté aquí en juego. Esto remite a las cuestiones planteadas al comienzo, acerca del modo en que la resolución de estos casos habla sobre cómo queremos vivir y qué espacio queremos dar a la libertad de expresión y a la crítica social. La sentencia del falso tour no reduce ese espacio, es peor: ni siquiera lo contempla.
Cierre
El mundo social que dibujan las sentencias del falso tour es, podemos concluir, uno en el que cualquier expresión que pueda dañar a un tercero resulta perseguible penalmente si argüye —ni siquiera prueba— daño psicológico, da igual en qué contexto, con qué intención y si responde a un ejercicio de la libertad de expresión o no; es un mundo donde los medios «serios» tienen el «monopolio de las apariencias» del que hablaba Debord (1967), y el privilegio de hacer contenidos sobre temas (violencia, víctimas, sufrimiento) que a los demás se les impone como tabú. El TC, consciente del valor institucional de la libertad de expresión y del «efecto desaliento» que podría producirse si se criminaliza su ejercicio, obliga a los tribunales al menos a discutir de qué modo puede compatibilizarse su decisión con ese derecho, y dibuja así un mundo menos estrecho. Y no sólo porque el derecho individual —en este caso de Anónimo García— a la libertad de expresión sea importante, sino porque en la decisión sobre su caso está en juego la libertad de todos, también la de la propia denunciante, y en última instancia la propia democracia, que sólo puede existir en un hábitat donde el crítico social puede cuestionar las versiones oficiales sin temor a ser condenado por ello.
No es lugar este para repetir lugares comunes, por todos conocidos, como que corren malos tiempos para la libertad de expresión y la crítica social, o para formas de comunicación matizadas y con diferentes capas de lectura. Sí merecería concluir recordando que el sistema jurídico —ese laboratorio, como le llamaba el criminólogo crítico Alexandro Baratta—, no hace sino proyectar (ritualizadas) nuestras propias carencias como sociedad: no le podemos pedir que defienda la libertad de expresión y el sentido crítico, cuando nosotros mismos nos encargamos de destruirlos cada vez que linchamos a alguien en redes por haber dicho algo ofensivo para nuestra tribu, cada vez que interpretamos lo que otros dicen como si sólo cupiese la lectura que impone la guerra cultural en la que participo, o cuando salgo en defensa de esa misma libertad cuando son los míos quienes la ejercitan, mientras que pido censura, respeto y cárcel cuando son otros quienes que la sufren. Si bien la línea abierta en el caso Strawberry dibuja un panorama jurídico (esto es, también: cultural) algo más abierto que el de la sentencia de El Caso, de poco servirá si no aprendemos a resolver los conflictos por nosotras mismas, dejando espacio para que el otro aparezca tal y como es, sin el filtro de la guerra cultural, y sin el filtro del proceso judicial.
Notas
↥1 | álisis de la cuestión, sensible también a los aspectos culturales que aquí se discuren: Correcher Mira, «La banalización del discurso de codio: una expansión de los colectivos ¿vulnerables?«, InDret 2/2021, pp. 86-149. |
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↥2 | Y continúa: «La facultad de distinguir entre primer plano estratégico y trasfondo del mundo de la vida de la contraparte en la interacción se pierde, y solo queda la persona como suma de sus atribuciones jurídicas». |